108 años del nacimiento de Albert Camus, considerado el representante del existencialismo.

Hace 108 años, nació el escritor Albert Camus, en Argelia. Fue cuando ese país africano era colonia francesa.

Albert Camus, hijo de un combatiente alsaciano –Luden- que había huido de la guerra hacia Argelia, para trabajar en un viñedo en el departamento de Constantine, y que volvió a enfrentarse con su destino bélico entre las balas de la Primera Guerra Mundial dónde encontró la muerte.

Su hijo, Albert, tenía apenas un año de vida –había nacido en Mondoví, lejos del Mar Mediterráneo- y sólo pudo dejarle una madre sorda que plantaba castañas de cajú, un hermano dos años mayor, una foto de sí y una única anécdota (sobre el asco que le causaba la muerte por guillotina), que narró en El extranjero y  motivó el aplauso de la Academia Sueca y, bastantes años después, la abolición de la pena de muerte en Francia.

Sí, Albert Camus, el autor de novelas memorables (La peste, La caída, etc), piezas teatrales (Calígula, El malentendido, etc), ensayos (El mito de Sísifo, El hombre rebelde). Albert Camus, el comunista arrepentido, el existencialista converso, el filósofo que salvó varios suicidas antes de que saltaran al río sosteniendo una pesada piedra entre las manos.

Si hay algo que, en el crepúsculo de los años 30, el filósofo Albert Camus le reprochó a sus predecesores es su falta de respuesta al mayor problema del hombre de todos los tiempos: “si la vida no tiene sentido, ¿para qué quiero vivir”. El suicidio.

Si hay algo que caracteriza nuestro paso por la vida es la completa indiferencia del universo ante nuestro destino. Visto desde el cosmos, no somos nada. Visto desde nosotros mismos, lo somos todo. Este abismo, esta grieta no se zanja con astucia, como hizo Sísifo en la mitología griega: Zeus lo condenó a cargar toda su vida un peñasco inmenso hasta la cima de un monte y luego, volver a descender por el otro lado, con su pesada carga. Así, cada día, sin porvenir.

Si bien Sísifo era ciego, Camus sostiene que a pesar del reconocimiento y la aceptación de la inutilidad de su vida, cuando está en la cima, Sisifo puede disfrutar de la naturaleza, oye los pájaros, siente la tibia luz del sol, tendrá medio día por delante y si hay vida, hay esperanza. Lejos de todo acto de fe, a través de su relectura del icono griego, en su propia versión de El mito de Sísifo (1942) Albert Camus sostiene que la búsqueda de la felicidad, es en sí, un motivo para vivir y transformar la infelicidad en virtud en acción.

Y sin duda, lo puso en práctica. Al quedar huérfano en Argelia, su madre, Catherine Sintès se fue con la prole a vivir a la capital, Argel, a la casa de los abuelos de Camus. Mientras la madre limpiaba casas de ricos para mantener a sus hijos, Camus pasaba muchas horas con un tío carnicero Gustave Acault, que era culto, masón y despertó la codicia intelectual de su sobrino al abrirle las puertas de su nutrida biblioteca.

Si bien, Albert Camus no era un colono rico sino un pied-noir pobre, pudo ir a una escuela francesa, gracias a la recomendación de los empleadores de su madre. Esos años de mucho deporte e ideas hirvientes lo marcaron a fuego. Tal es así que, luego de haber recibido el Premio Nobel de Literatura, en 1957 le escribió una carta a uno de sus maestros del colegio, Louis Germain. 

“He esperado a que se apagase un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido”.

Su personalidad entró en acción en 1930, cuando el gobierno colonial francés organizó los festejos del centenario de la Argelia Francesa, momento en que el estado francés había invadido Argelia (¿El motivo? El orgullo de un rey local al que Francia le debía dinero y el orgullo del cónsul francés, que no estaba dispuesto a pagarlo).  

Francia se quedó 132 años en Argelia, que fue la dominación colonial más prolongada del imperialismo francés. Las guerras continentales europeas y la derrota francesa en la Guerra franco-prusiana hicieron que muchos europeos de todos los orígenes y, también, alsacianos que habían perdido sus granjas y no deseaban ser alemanes, eligieran partir hacia Africa. Tal fue el caso de los Camus.

En el nuevo orden imperial, todos los inmigrantes europeos fueron llamados “colonos franceses» y tanto ellos como sus descendientes eran los pieds-noirs (por sus botas lustradas). Albert Camus lo era. Las diferencias sociales entre colonos, musulmanes e incluso judíos eran muy notables en Argelia. Los pieds-noirs eran ciudadanos franceses; los musulmanes, no. En teoría, los musulmanes nativos (mayoría en todo el país) podían concurrir a escuelas francesas, pero en la práctica no sucedía: sólo el 6 % de los chicos musulmanes iban a escuelas francesas.

Muchas veces, los mismos colonos que hipócritamente predicaban la igualdad ante la ley (como en El extranjero, la novela que llevó a la fama mundial a Albert Camus) en realidad no querían que los nativos “de piel oscurita” (un racismo que sutilmente refleja esa misma “ficción”) aprendieran francés, estudiaran las grandes ideas rectoras del espíritu francés y que luego la mayoría musulmana aplicara en su contra sus propias ideas libertarias. 

Esas diferencias indignaban a Camus. Se afilió al Partido Comunista de Argelia y en 1932 comenzó a publicar sus primeros textos incendiarios en la revista Sud. En 1935 escribió El revés y el derecho. Fundó en Argel dos teatros revolucionarios para poner en escena las piezas rápidas que salían de su pluma caliente.  

Se desencantó del comunismo y se convirtió en un cronista lúcido de su tiempo. Varias de sus investigaciones en el Diario del Frente Popular –sobre todo su trabajo sobre la miseria del barrio bereber de la Kabylia, sobre el Mediterráneo- lo pusieron en la lista negra oficial y nadie quería darle trabajo. Fue ahí, en 1940, cuando decidió dejar su madre tierra y se mudó a París. 

Primero entró a la redacción del diario Paris-Soir y en 1943 ingresó a Gallimard. Durante la Segunda Guerra Mundial dirigió la revista Combat y, al concluir la guerra, se afilió al anarquismo. Escribía para Le Libertaire, Le révolutíon proletarienne y Solidaridad Obrera. En sus columnas encendidas apoyó las protestas de 1953 en Alemania Oriental, defendió el levantamiento de los trabajadores polacos en Poznan, apoyó la Revolución húngara y alentó el movimiento independentista en Argelia.

Respecto a su vida personal, Albert Camus se casó dos veces: con Simone Hie, de 1934 a 1936; y con Francine Faure, en 1940, con quien tuvo dos mellizos, Catherine y Jean. No obstante, siempre estuvo rodeado de mujeres y sus romances más conocidos fueron Blanche Balain (1937), la actriz de teatro María Casares (1944-1945), Mamaine Koestler (1946) y la segunda vuelta con María Casares, desde 1948 hasta su muerte en 1960). También habría que mencionar a Catherine Sellers (1956-1960) y, desde luego a Mette Ivers (1957-1960). 

Se dijo incluso que su resonante enemistad con su amigo Jean Paul Sartre, el creador del existencialismo, se debió al rechazo sistemático de Camus hacia la curiosidad sexual de Simone De Beauvoir, esposa de Sartre. 

Lo públicamente cierto es que Sartre y Camus se distanciaron en 1952, cuando Les Temps Modernes, la publicación de Sartre, hizo una crítica demoledora de El hombre rebelde. Su intercambio público y epistolar de reproches son una joya de la retórica. En 1957, el discurso de agradecimiento de Camus al recibir el Premio Nobel, tiene párrafos que disparan como flechas contra el autor de La náusea.

“Cada generación se siente destinada a rehacer el mundo. La mía sabe sin embargo que no podrá hacerlo. Su tarea es sin embargo mayor: impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrupta en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas en las que pobres mediocres que pueden hoy destruirlo todo no saben convencer, en la que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y la opresión. Esa generación ha debido en sí misma y a su alrededor restaurar, partiendo de amargas inquietudes, un poco de lo que constituye la dignidad de vivir y de morir”, pronunció en Estocolmo, en 1957.

Albert Camus se oponía a todos los ismos: el cristianismo, el comunismo, al nihilismo, el existencialismo, y descreía de todos los que creían en la palabra “fin”.

Albert Camus murió el 4 de enero de 1960, en un accidente automovilístico por la carretera de Le Petit-Villeblevin, mientras iba en el asiento delantero del coche que conducía su editor Michel Gallimard. Camus murió en el acto y Gallimard, algunos días más tarde, en un hospital de París, hacia donde viajaban luego de pasar la Navidad en la casa de campo en Lourmarin. Su familia no murió con él, porque había preferido el tren. 

Con el dinero del Premio Nobel había comprado esa casa sencilla en Lourmarin, en la Provence francesa. Era un criadero de gusanos, que él mismo reformó hasta convertirlo en su lugar para alejarse del mundo. «Por fin he encontrado el cementerio donde seré enterrado», ironizó una vez.

Pocos días antes de su fin, había absurdamente comentado: «No conozco nada más idiota que morir en un accidente de automóvil». 
Dentro del auto, la patrulla de rescate encontró 144 páginas desconocidas. Eran su manuscrito inconcluso de El primer hombre, sobre la guerra de la independencia en Argelia, que su hija Catherine logró publicar treinta y cuatro años más tarde. 

A sesenta años de su desaparición y a casi un siglo de haber nacido en Argelia, las obras claras, sencillas y sublimes de Albert Camus siguen siendo la inspiración de jóvenes de todas partes del mundo porque la vida es absurda y seguirá siéndolo, hasta que se demuestre lo contrario.

Fragmento de “Rota se camina igual” de Lorena Pronsky

(…)De repente te agradezco y te confieso mi milagro, cuando me doy cuenta que abrazás mis heridas sin ningún miedo a que se te claven mis espinas. Eso sí es saberse bien amado.
Ver como te comés mi veneno sin miedo a contagiarte, solamente para que mi propio trago me resulte menos amargo.
Eso es que te quieran con el pecho abierto, sin guantes en las manos, aceptando la simpleza de asumirme flor y tierra.
Cielo y barro.
Haciendo lo que puedo con lo que la vida hizo conmigo y también y porqué no, lo que yo hice con ella.
A veces, siendo capáz de todo y otras veces, sin ganas de latir ni siquiera a tu lado.
Eso es que te quieran bien.
En lo que soy y en lo que no puedo llegar a ser.
Ni hoy. Ni mañana. Ni quizá nunca.
Querer bien.
En silencio, con la queja en el bolsillo y sin pedirme nada a cambio.
Sos la suerte que tengo.
La incondicionalidad que me regaló el destino. La casualidad hermosa de habernos mirado y no sólo habernos visto.
La inocencia de tu amor sublime, de elegirme entera en cualquiera de mis dos lado. (…)

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«Las cosas pequeñas» poesía de José Luis Gallardo, escritor Argentino.

Les comparto una exquisita poesía del escritor argentino José Luis Gallardo. Espero que la disfruten tanto como yo.

Celebro la grandeza de las cosas pequeñas;
de las cosas triviales, sencillas, hogareñas.

Quisiera que este verso fuera un canto de gesta
que exalte las hazañas de la gente modesta.

Quisiera que este verso fuera un himno discreto
que exalte al hombre medio, responsable y concreto.

Quisiera que este verso resulte una balada
que exalte al hombre honrado y a la mujer honrada.

Celebro la batalla de apariencia anodina
que se libra en los campos de la diaria rutina.

Celebro el desenlace de aquellas aventuras
vividas al amparo de existencias oscuras.

Celebro los minutos, los heroicos minutos
donde juegan ocultos corajes diminutos.

Celebro a tanta gente que empieza la jornada
levantándose alegre en plena madrugada.

Celebro ese gobierno que ejercen las mujeres
y que en los formularios definen: sus quehaceres.

Gobierno que se inicia cuando encienden puntuales
en su casas dormidas los fuegos matinales.
Celebro los aromas que inundan la cocina:
celebro la fragancia del café y de la harina.

Celebro cada gesto, celebro cada frase,
preparando los hijos cuando salen a clase:

que ajustar la corbata, que observar los detalles,
recomendar cuidado para cruzar las calles.

Y celebro a los chicos con delantales blancos
cuando escuchan atentos sentados en sus bancos.

Celebro las lecciones sabidas a conciencia;
los triángulos, los mapas, pintados con paciencia

Celebro al artesano que inicia la mañana
subiendo a un colectivo de línea suburbana.

Celebro al operario que una vez y otra vez
toma el tren de las cinco, las cinco y veintitrés.

Y celebro al empleado que espera en la estación
con su camisa limpia brillante de almidón.

Celebro al comerciante de procedencia itálica
cuando alza tarareando la cortina metálica.

Celebro a los gallegos rotundos y formales
que rigen almacenes de Ramos Generales.

Y celebro a los griegos del quiosco en las esquinas
que amables nos despachan tabaco y golosinas.

Celebro al laborioso capataz provinciano
santiagueño, puntano, chaqueño o tucumano.

Y celebro al asiático tintorero cortés;
al sirio diligente y al jocundo irlandés.

Celebro con nostalgia los frugales reseros,
jinetes de la aurora que cruzan Mataderos.

Y celebro al tambero que entre el barro y la bruma
reitera su milagro de blancura y de espuma.

Celebro los camiones de brillantes colores,
cargados con verduras y cargados con flores:

celebro los cajones con apio y berengenas;
celebro los manojos de rosas y azucenas.

Celebro los efectos del jabón y del agua,
los fuegos de artificio que bailan en la fragua.

Celebro la epopeya del trabajo bien hecho,
del horario completo, del deber satisfecho.

Celebro las proezas del último escribiente
que no demora el curso que sigue un expediente.

Celebro la respuesta simpática y precisa,
celebro la fatiga detrás de una sonrisa.

Celebro la tarea comenzada y concluida,
celebro la herramienta que se limpia y se cuida.

Celebro los mordiscos exactos de la lima,
celebro que se acepten los rigores del clima.

Celebro cada golpe del formón y el martillo,
celebro las hiladas parejas de ladrillos.

Celebro a quien mensura los alcances de un riesgo
cuando avanza prudente por atajos al sesgo.

Y celebro asimismo la decisión valiente
que lleva en ocasiones a jugarse de frente.

Celebro la costumbre de decir la verdad,
celebro la constancia, celebro la amistad.

Celebro la finura de esa ayuda encubierta
que se presta de modo que ninguno lo advierta.

Celebro los escritos con renglones prolijos,
y celebro el coraje de tener muchos hijos.

Celebro que se cumplan los acuerdos verbales,
celebro la clemencia de los buenos modales.

Y celebro al vecino que riega sus malvones
celebro al funcionario que cumple sus funciones.

Celebro a quien comparte la pesadumbre ajena,
celebro a quien celebra la dulce Nochebuena.

Celebro al vigilante, celebro al carpintero,
celebro el trato franco y el amor verdadero.

Celebro las parejas de novio que en verano
caminan por los parques tomadas de la mano.

Y celebro el cariño de mujer y marido
cuando llevan ya un largo camino recorrido.

Celebro los abuelos que ríen con sus nietos,
celebro a quienes saben mantener los secretos.

Celebro los cimientos, celebro los puntales,
que sostienen ocultos las bellas catedrales.

Celebro al hombre humilde que construye un país.
Del árbol florecido celebro la raíz.

Celebro a los que pisan con firmeza en el suelo
mientras alzan confiados su corazón al cielo.

Concluyo este poema con el párrafo aquél:
quien es fiel en lo poco será en lo mucho fiel.